12.9.07

rewritten rages

for those who forget that being lost is a bless and have no words to build something that needs none, to blossom in the spirit of someone else... (dream)

they will come to you...
(as a flourish spring in the belly button stream of a one only and single seed)

4.9.07

reconciliación

Como tener que perder a una mujer sin que sufra…
[pastos]
Cómo tener que perder a una mujer sin que sufra…
[¿y qué es lo que sabes?]
Que no quiero ser cenizas…
Aquella hoja parecía estar goteando por sí misma, como si fuese un organismo vivo. A su alrededor los aromas penetraban mientras una mirada panorámica capturaba estáticamente el entorno.
Todo se sucedía de manera habitual.
En unos asientos un matrimonio sentado. Su pequeña enfrente. A un lado de esta, un cochecito con su hermano menor. Podría en otras circunstancias haber sido un niño con un retraso mental. Podría haber sido en ese mismo caso asesinado por uno de sus padres o de por ambos de mutuo acuerdo, a modo de recobrar la deshonra de una sangre impura.
Lo cierto es que llovía.
Las rizadas motas del padre prestidigitaban con cerrado entrecejo la alegría de su hija. Otro padre le hubiese sonreído, hecho cosquillas. Este deshollinaba con la punta de su índice la fosa nasal más a la vista de los espectadores. Otro hombre menos ordinario se hubiese relamido tan renegrido manjar atascado bajo la uña.
Con el dedo par de la mano opuesta, perdido en una agresión verbal a su mujer, la raja del culo de esta que se desborda por el posabrazo del asiento, y el crío sollozando incómodo, el hombre desdobla el vapor imperante de la ventana. Con sólo dos de sus falanges traza un ancho arco de arriba abajo en un ángulo de noventa a ciento ochenta grados. Otro hombre sabría que está desempañando un divino y pequeño brete químico-geométrico. Al menos su niña sin saberlo se atonta sonriente, intenta imitarlo maravillada.
Otro padre la hubiese cargado en brazos y sonreído ante tal admiración. Otro hubiese jugado con ella mientras se escurría desde el asiento dejándose resbalar con todo su cuerpecito como una de esas gotas al otro lado del vidrio.
Pero ese era este lado.
Las gotas, contra el destello de las piernas de la niña temblando por el oleaje de su padre que la reacomoda en el asiento, trazan el recorrido de los rayos que aún no han caído. Guardan junto con las presiones ejercidas por el aire, una memoria tan antigua que creemos nos es desconocida.
Así como si nada, no todo se precipita.
Hasta que sentimos al unísono, cada quién en su sitio; la primera gota…
A tres pasos de la niña, el rostro de una mujer estaba siendo destrozado poco antes de llegar a la terminal de ferrocarril. Una mano presionaba forzando ascendente y descendentemente las facciones cada más deformadas, hasta que los huesos a punto de ceder al mecanismo, como un engranaje que se rompe de la maquinaria misma de la vida, soltaban un candente y desgarrado aullido cuyo sufrimiento quebrantaba el corazón de la mujer que callaba totalmente luego de temblar ajena a su última voluntad. Corazón que al menor atisbo de detención, el hombre revivía impactando con dos de sus nudillos de la mano libre, sobre la zona espino-costal del flanco cardíaco.
Resucitar a los muertos es una tarea silenciosa. Más si tienen la desfachatez de morir tan pronto. ¿Cuál es la prisa?. ¿Por qué había que ser tan cruel cómo para dejar irse a quien a quien s ele puede prolongar la emoción de un infierno un poco más?... ¿Por qué?... ¿Por qué no?... ¿Por qué…
Porque sí.
Una tercer mujer, azorada vislumbrada en lo opaco de sus espejuelos el espectáculo, algo un tanto improvisado para su gusto, pero con creces mucho mejor que los mendigos y falsos ciegos que pululan en esos medios de transporte. Lo bueno es que nadie la vería con esos mismos ojos. Un abusador no es del todo capaz de reconocer a otro de su especie cuando es incapaz de oler su propio miedo a ser reconocido.
Esta mujer admiraba a aquél hombre. Como si en realidad él fuera uno de su especie.
No se puede comparar a quien por un razonable pedido de tranquilidad mal lograda, retuerce fraccionadamente el pescuezo de su único vástago hasta desprenderlo, hasta dejar su cabecita floja como un péndulo, ladeándose de hombro a hombro, gélida, blanca, apenas y cubierta por algunas lágrimas maternales, una agradecida risa frenética, sin hambre.
Pero esta podría ser otra madre, una menos diligente y encomiable. Una que no fue madre tal vez.
Ninguna era aquella cuya nuca seguía siendo sostenida por aquel hombre que no tenía razones para hacer lo que estaba haciendo y simplemente lo hacía.
Y para él, que sólo él lo supiera parecía ser suficiente.
Pero él no lo sabía.
No sabía del padre, de la culona esposa rebozante en carnes, de la niña y su hermano; de la otra mujer… de sus motivos.
Sopesó y consideró que la dama bienaventurada -ya sin fisonomía alguna- prodigaba la debilidad suficiente como para violentarla.
[tampoco quiero un funeral cristiano]
Leía en voz alta…
No preguntes por qué alguien te haría leer esto. No siempre hallarás razones.
Incluso por más que te las den. Si puedes vivir con esto, lo bello y lo feo te sorprenderá con agrado.
Era un libro pesado y grande para alguien de su edad.
Acomodada, madre miraba las aguas negras de la escena a los pies de su vientre, turbado reservorio de esperanzas depositadas con la pureza de lo que juicio de valor no tiene y sobre lo cual emitirse alguno no se debe...
Sonreía.
Pese a la derruición del nudillo pedagógico, sonreía.
Mórbida la jeta, amoratada, anestesiada, con el libro abierto delante, sobre sus manos, gotitas de sangre y baba salpicaban las hojas.
Intentaba sorber los coágulos dificultosamente, con displicencia. Ya por las encías ateridas, flojas, la lengua desmoronada a un lado, ya porque apenas y respiraba por esos labios entumecidos. Podía creerse que estaba muerto.
Embolsados, recubiertos de pequeños parásitos en los contornos de sus párpados, sus ojos arremolinados, henchidos e inyectados, parecían supurar una incandescencia; tal vez los excrementos de los parásitos.
Ahogados, lo que parecían ojos eran...
Parte de su torcida sonrisa que sobrevivía allí en su globosa y húmeda boca, canal por el que bullían los espantos que madre contemplaba inalterable, entre el agitado dolor de sus tripas aplastadas por la presión coaccionada de los huesos rotos empujados contra ellas.
La lección era simple.
Debía saber. Sólo eso.
Saber.
Adquirir conocimiento sin importar qué método y/o medio.
Era imprescindible pues, tras aprender a pararse, aprender cómo sentarse adecuadamente.
No fue sencillo quebrar sus piernas. Aquellos huesos eran duros de roer. Entiéndase con esto el efecto de serrar los pies por obra y gracia de una hoja acerada de cinco milímetros con dientes de doble filo y canales de centímetro y medio... pero eran incorregibles.
Hubo que empezar desde más arriba. Demoler sus piernas desde el mismísimo eje indómito de la motricidad. Un mazazo por encima, sobre y dentro del eco de uno nuevo sobre ambas rótulas para aniquilar las uniones que lo ligaban al suelo.
Sensibilidad.
Sin más hábito para distraerse con paseos, su tarea se reducía a partir de ese instante a una postración de bien.
Para su bien.
Y bien lo sabía. Confiaba en el afecto de su padre; no cuestionaba la naturaleza de aquella figura ensombrecida por la cultura y el amor que le desbordaba con el sudor de cada empalme y cada forja de golpe en seco que lo fisuraba. Admiraba a ese hombre con el deseo que se le encarnaba cada vez más y más, mientras le cicatrizaban los muñones de los muslos.
Serás más que yo, indicaba repetidas veces inculcando en su vástago el anhelante espíritu de elevarse por sobre sus horizontes, antes de repicar con una suerte de adversos puñetazos y, cuando no, de rocas empuñadas que estallaban en esos enmohecidos berenjenales que alguna vez fueron orejas.
La destreza sorda adquirida en esos primeros años para sentarse, demostraban sin ánimos y lugar a retractaciones, la efectividad y sabiduría de su padre.
¿O crees que no se puede sonreír cuando el alma está imbuida en sufrimiento?.
Se puede con la columna fracturada cuando te dan cosquillas producto de las alteraciones en las terminaciones nerviosas.
Era feliz. En todo ese pulido maleficio (al que tal vez hayas podido referirte encasillándolo con esos preceptos para entenderlo a tus razones) el pequeño era feliz.
La ternura de sus lágrimas resquebrajadas no guardaban rencor alguno.
Aprender era el objeto. Él era el objeto de aprendizaje y estudio; el instrumento del educador.
La ropa empapada en sudor se oscurecía cárdena.
Su cabeza nublada ante el más mínimo error; error capaz de prever la vista borrosa e interrumpida por un segundo acto de inconsciencia.
De vez en cuando le era imposible no perder la conciencia por la embestida de un zapatazo sonando como el chasquido de un látigo hueco contra su nuca.
Tendido con peso muerto, aún en esas instancias fortuitas (las equivocaciones son impredecibles) mantenía la sonrisa inmutable.
Silla turca... alcanzó a balbucear por última vez antes que la verticalidad del filo se desplazara por entre el tejido lingual sujeto por la punta con una prensa de carpintero.
La lección que aprendió entonces correspondía al arte de la persuasión y para ello era necesario estar dotado de una jugosa y delicada dicción a fin de poder entablar un discurso, un diálogo, con propiedad y un frugal vocabulario que permitiese brindar en el paladar, el enriquecimiento del propio lenguaje en la aceptación del interlocutor, aún cuando su opinión final fuese dispar, de dudoso gusto, procedencia o meramente de ignorancia carente de virtud.
Aquella lección sí que le hizo mucha gracia; por lo irónico y espiritual del momento...
Oh, padre... pensó suspíreamente en silencio, invocando en esas últimas dos palabras un rezo bajo los chillidos de los dientes que se crispaban con las palancas herrumbrosas ejercidas por unas oxidadas pinzas de hierro.
Los años más hermosos de su vida.
Los mismos que darían luz a una nefasta y absoluta verdad, por salvaje, cruda y enrarecida que apetezca parecer.
Emergería de ese esfuerzo, un hombre entero, amoroso, sensible, fuerte. Hecho de sus propios pedazos, abierto a sus propias heridas.
La eclosión que un poeta describiría como un acto de trascendencia personal de un ser salido de su propio capullo, de los hematomas deshinchándose a reventones, del esternón descolocando la estructura ósea y cartilaginosa para resurgir de las fibras como una criatura predestinada a un viaje que recién empieza.
Destriparse es una labor y un camino.
Nunca nadie se atrevería a tener un pensamiento oscuro a su favor o en su contra. Su mirada franca y cálida, absorbería tanto las fauces de la luz como la voracidad de las tinieblas.
Su postura y presencia, eran inigualables.
Recordaría erguido, orgulloso, la constante presencia de su madre durante el proceso de su formación, allí sentada en las orillas de la sala, momificada por su esposo y cuidadosamente compactada en una caja de cristal celosamente sellado al vacío.
La desnudez de su organizada pose respondía netamente a lo más bello de una típica ceremonia de esponsales.
No dejaré que me dejes.
El porte que se respiraba en el brillo de sus ojos al verle andar no daban crédito a ocurrencias mucho más comunes que las de una educación promedio, como la que seguramente también tu has recibido, sumado a una contención familiar con ires y venires nos más infrecuentes que las de cualquier otro.
Y en parte hay que reparar que, a su entender, así fue.
Un origen que sin ser un misterio para abordar, nadie indagaba al respecto.
Tal vez nadie hubiese creído en sus palabras. Tal vez nadie hubiese entendido sus palabras.
Lo cierto era que allí estaba, imperturbable. En su hermoso rostro; estaba la sonrisa primigenia que no dio lugar a esbozar improperios sobre su pasado, sobre terceros habidos y por haber.
Un sabio. Tanto que era capaz de hallar las sin razones del universo, al punto de explicarlo sin deducción que lo refutase, aseverando por ejemplo que: Este mundo está tejido con un punto arroz... con miles de arrozales.
Cuando el amor de un hombre llora en los senos de una mujer, no queda a la vista más que la pureza del niño que es.
¿Piensas que puede haber algo más en esos ojos nublados de lágrimas para ver?.
El amor de un hombre que duele; también llora.
Cual pasito en escalón aire, apuntaba seguidamente, sin prisa, en perpetuo continuo…
Tiémblame la blanda superficie acuosa de una tersura que se desgrana al sentir que la pierdo. Ya no es mía esta calma, y mis intenciones son concretas; ni mía, ni de nadie… pero no puedo sujetarla.
(y no jalo)
Fuego al fuego, que espalda de río no ha de enfriarse por la falta de un beso.

Nunca le escribió palabra, hasta el día que se tuvieron frente a frente.
"Acabo de comprender algunas cosas que me dijiste cuando ayer era tan sólo la pieza de un seno embebido de una infante boca. Un ayer que es menos niño.
Ayer yo era alguien diferente.
No termino sí (fíjate la discordia de esa minúscula ironía) de hacer algo que creo va aliviar una molestia y en lugar de eso, provoca más pesar que el que hubiese querido generar incluso.
Es espantoso doler (pero no terrible).
Que eso afecte el amor que cultivamos por quien nos ama, es imperdonable… pero esa persona nos perdona, no por nuestros pecados, sino porque de otro modo nos sufriríamos a gusto en esos espantos.
El dolor no es terrible, salvo que desconozcas la sensibilidad de tu propia carne.
La duda con desconfianza, la mentira. Creo que me he dirigido con claridad y ahí lo tienes, la resultante es que no.
Mi sentir se cuestiona con profusos surcos de estigmas… ¿Y el entendimiento?, ¿Y el perdón?.
Encontrarse así es irrisorio.
No se trata de un sentimiento de pérdida. Es sentir que un algo se pierde de entre los fragmentos de algo roto.
¿Puede reconstruirse?...
No lo sé.
Espero volver cuando ya no sea tarde.
Dentro y fuera de lo que no será siquiera un recuerdo, no me olvides.
Nunca quise lastimarte.
El amor que llora en un hombre; duele."
Gratitud.
Había superado a su maestro en sus propias artes.
Ahora éste podía permanecer apacible en algún rincón del tiempo de aquellas aguas negras bajo el lecho de su amada, ante el resurgir del hijo, el hombre y su amor, regocijado hasta la bruma... con la cuenca de su nariz sumergida, sin dedos para rascarla.
Feliz.
Sentado en su silla turca; de pie...
y con una sonrisa.